Podemos coincidir en que una obra de arte es polisémica, que tiene muchos significados e interpretaciones.
Cabe citar el caso de la ambigua sonrisa de la Gioconda de Da Vinci o La persistencia de la memoria, de Dalí. Todas obras que al ser contempladas despiertan distintas reacciones, desde el recuerdo de vivencias pasadas, la imaginación de otras futuras inexistentes, o la invención de interpretaciones alocadas (los relojes de Dalí me recuerdan el queso de una pizza recién horneada, sobre todo cuando se acerca el mediodía y no comí).
Según los historiadores de la escritura, las letras tienen un origen pictográfico. Como explicaron Moorhouse y Calvet, la letra "A" tiene su origen en el dibujo de una cabeza de vaca que, invertida, representó a la palabra aleph (buey, en semítico). Y tampoco se duda en considerar a las pinturas rupestres como antecesoras de la escritura.
Es decir, hay un antecedente artístico en los sistemas de escritura y en el dibujo de las letras y signos. Durante miles de años desarrollamos una manera de precisar los significados de estos gráficos primigenios. Según explica la semiótica, gracias a los códigos o a cierto contrato social del sentido hoy nadie discute que la letra "A" representa el sonido "a" (de acuerdo al idioma que se hable, claro).
Pero sí podemos llegar a discutir (y a no ponernos de acuerdo) sobre el significado ya no de letras, pero de palabras. ¿Cuántas horas de charla de café se habrán usado para discutir sobre el significado de "libertad", "democracia" o "amor"?
Tal vez, en el origen de estos desencuentros semánticos, con notorias consecuencias en nuestras relaciones sociales y políticas, esté el hecho de que nuestras formas de expresión escrita tienen en su génesis la ambigüedad del plano pictórico y artístico.
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