miércoles, 31 de octubre de 2007

Ladridos (parte V y final)

Desperté en un patrullero, esposado. Como ya era de día pude ver toda la escena, ahí estaban: los milicos, la prensa, los curiosos, la tierra removida y los cuerpos...
Hoy ya no me inquieta tanto saber que esa noche la policía no usó perros entrenados para encontrarme. Sólo me quita el sueño el firme recuerdo de aquellos dos animales junto a las tumbas, mirándome sigilosos, complacidos, mientras el coche policial se perdía en la luz del ocaso.

martes, 30 de octubre de 2007

Ladridos (parte IV)

“Otra vez esos ladridos”, pensé. Las últimas tres noches había escuchado unos perros merodear por el patio de casa. Apagué la luz y miré, expectante, a través de la ventana de la cocina. Nada. Sólo estaban ellos ahí, como hacía un mes, enterrados. Comí y me tiré a dormir. Casi de madrugada un aullido retumbó en mis oídos. “¡No Gastón...no!”. Adormilado, di cuenta que no estaba solo en el cuarto: dos rabiosos cancerberos me acechaban a los pies de mi cama. Los ojos desencajados, las mandíbulas espumosas, el gruñido constante, esperando un mínimo movimiento para abalanzarse. En eso, un disparo. La puerta se vino abajo. Quise escapar por la ventana, pero un oficial me tumbó. Caí inconsciente. (Continuará...)

lunes, 29 de octubre de 2007

Ladridos (parte III)

Era de noche. Dormían, juntos. El ventilador producía el zumbido suficiente para amortiguar mis pasos. Jadeando, me acerqué al borde de la cama, junto a ella. Fue sólo un martillazo, sobre su cabeza. El movimiento brusco y un breve gemido lo despertaron. Me observó desde la penumbra, mientras se escondía bajo el brazo todavía tibio de su madre muerta. “Cerrá los ojos, dormí, Nico”, le dije y lo asfixié con la almohada que tenía más a mano. (Continuará...)

jueves, 25 de octubre de 2007

Ladridos (parte II)

Cuatro años bastaron para que ella cambiara. Ya casi no me hablaba. Toda su vida era para Nicolás, mientras que la mía era, con suerte, un estorbo. La poca atención que lograba era para despacharme todo tipo de reproches: que el cigarrillo los intoxicaba, que no le alcanzaba la plata, que me buscara un mejor laburo, que no era un ejemplo para Nicolás... Luego vinieron los insultos, la humillación, las amenazas y, por último, los golpes.
Aquella vez había viajado a Chascomús por trabajo, no pude estar con ellos. Nicolás tuvo fiebre toda la noche. El médico había diagnosticado neumonía; pero sólo tenía que descansar y tomar su remedio. La changa era, de verdad, muy buena, así que volví con regalos para todos y una botella de vino tinto para celebrar. “¡Porquería!, ¡Dejás a tu hijo enfermo!”, Norma salió de la casa a los gritos, mientras que yo estacionaba el auto. Quiso darme un puñetazo, la esquivé, forcejeamos y la botella estalló en el suelo. Quedé solo, recogiendo los pedazos de vidrio, ante la curiosidad de los vecinos. Una mancha roja se esparció por la vereda. (Continuará...)

sábado, 20 de octubre de 2007

Ladridos, primera parte (ojo, que asusta...)

Fue durante el verano del ’97, en San Bernardo, que concebimos a Nicolás. El día que nació tuve una extraña sensación. Norma descansaba en la cama, con Nico tan flaquito en sus brazos. Parado junto a la puerta del cuarto, me sentí como un documentalista viendo al animal cuidar a su cría. Lo recuerdo nítidamente: estornudé y ambos me clavaron los ojos al unísono, como si mi presencia hubiese interrumpido algún misterioso ritual. Sonreí, nervioso. El tiempo se detuvo. Aquellos cuatro ojos pardos, sigilosos, cómplices, me acechaban. Creí haber escuchado un gruñido, como de animal salvaje. De pronto, Norma volvió en sí y sonrió. “Gastón, vení”, dijo. Me acerqué y besé a la criatura.

jueves, 18 de octubre de 2007

La pesadilla de Ramón

A Ramón Falcón le habría gustado madrugar aquel domingo 28 de octubre de 2007. Quería levantarse temprano para así poder ir a votar a primera hora. El programa habría seguido con un asado en familia, para luego entrenar con su equipo de fútbol, “El país de los sueños”, el cual se encontraba a dos fechas de ganar el torneo apertura del club Gimnasia de Buenos Aires. Pero el plan no fue posible.

Ramón se despertó al mediodía, sudando y con una fuerte acidez estomacal. Fue entonces que recordó haber tenido pesadillas. Los diarios tirados al costado de la cama eran la evidencia. La noche anterior se había quedado dormido leyendo algunas notas de política argentina, a propósito del año electoral que, aquel día, estaba por terminar con elecciones presidenciales, legislativas y provinciales.

Recordó haber encontrado una buena crónica que, abriendo a cuatro columnas, se preguntaba cómo el gasto promedio de los candidatos en publicidad había aumentado, por lo menos, un 120 por ciento con respecto a los comicios anteriores. También le llamó la atención una investigación acerca de la gira en Alemania de una candidata presidencial sobre quien, se rumoreaba, habría pagado hasta 4000 euros por día sólo en alojamiento (media pensión, sauna y garaje incluidos). Pero la nota que más le interesó, quizá por las pocas horas que lo separaban de la jornada cívica, fue una crónica que recordaba el decimotercero conteo de votos con el que las provincias de Córdoba y Chaco habían definido, finalmente, quiénes serían sus futuros gobernadores. “¿Es que acá nadie cumple la ley? ¡Qué paciencia hay que tener para vivir en este país!”, llegó a pensar Ramón, antes de cerrar los ojos y dormirse.

En la ducha, al día siguiente, reconstruyó su pesadilla. Estaba en la cancha viendo cómo su equipo ganaba, por 3 a 2, la final del campeonato “Apertura” del club. Faltaba sólo un minuto para que terminase el partido cuando el referí, sin razón, adicionó cinco minutos más de juego. Pese a que la tribuna, desconcertada, se puso a cantar inteligentes aforismos dedicados a los parientes cercanos del juez, al faltar nuevamente un minuto para el pitazo final, el árbitro aplazó el tiempo de juego por cinco más. Esta acción la repitió cada vez que volvieron a restar sesenta segundos para terminar el match. Ramón, tenso y a los gritos, se secaba el sudor de su frente cuando, de pronto, apareció el fantasma de su abuelo Jorge, vistiendo una musculosa y un pañuelo hecho gorrito. El espectro, con el seño fruncido, se le acercó y le dijo: “No hay regla que valga. Ganar o ganar, esa es la cuestión…”, acto seguido, desapareció. Fue cuando vino el empate. Ramón no lo podía creer: cada llegada de su equipo era sancionada con imperceptibles off sides; su equipo, exhausto, tenía vedado hacer más cambios, a diferencia de sus rivales que, tras una libre interpretación del reglamento, metían y sacaban de la cancha todos los delanteros que querían. Con el 6 a 3, los integrantes de “El país de los sueños”, vencidos, comenzaron a tirarse al piso, presos de los calambres. Llevaban jugando cuarenta minutos adicionales. Súbitamente, el referí, botella de Chandon en mano, marcó el final del partido, al tiempo que descorchó y roció el espumante sobre los vencedores, cual corredor victorioso de fórmula uno. La hinchada, perpleja, dejó de gritar y abandonó la cancha, en dirección al Luna Park. Allí transmitían, en directo, el último capítulo de Gran Hermano. Ramón se quedó solo, en un inmenso campo de juego, a los gritos, pidiendo justicia, hasta que sonó el despertador.

Ramón apagó la ducha. Se vistió. Comió algo liviano y, a las 17 en punto, fue a votar al Huergo, a dos cuadras de su casa. Habiendo puesto el sobre en la urna de cartón, saludó al gendarme que estaba parado en la puerta del edificio y salió a la vereda. “Ojalá que en el partido de hoy se respeten las reglas”, se dijo a sí mismo, sabiendo que ese día no iba a haber fútbol. Miró la hora, suspiró y se metió en un café cercano a escuchar los resultados a boca de urna con la esperanza de que, ganara quien ganara, la próxima noche le regalase mejores sueños.