Fue durante el verano del ’97, en San Bernardo, que concebimos a Nicolás. El día que nació tuve una extraña sensación. Norma descansaba en la cama, con Nico tan flaquito en sus brazos. Parado junto a la puerta del cuarto, me sentí como un documentalista viendo al animal cuidar a su cría. Lo recuerdo nítidamente: estornudé y ambos me clavaron los ojos al unísono, como si mi presencia hubiese interrumpido algún misterioso ritual. Sonreí, nervioso. El tiempo se detuvo. Aquellos cuatro ojos pardos, sigilosos, cómplices, me acechaban. Creí haber escuchado un gruñido, como de animal salvaje. De pronto, Norma volvió en sí y sonrió. “Gastón, vení”, dijo. Me acerqué y besé a la criatura.
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